
Aquí estoy enclaustrada, mi cuerpo yace casi muerto en el lecho de nuestro sofá favorito, ese que guarda entre la textura de sus cojines el residuo de nuestros efluvios corporales, carroña de pasados encuentros y de nuestros mutuos orgasmos. Mi traviesa mano izquierda urga en lo profundo de mi intimidad queriendo hacer brotar de su fuente cavernosa mis mieles femeninas, mi mente divaga, sufriente por tu ausencia, enmascara a las sombras de alquitrán que revolotean a mi alrededor con el brillo de tus ojos, con el rojo de tus labios, con el torrente estigio de tus cabellos, negros azabache y no puedo evitar maldecir al reloj que con cada segundo que me clava en la espalda me aleja de ese ultimo instante que disfruté del cálido soplo de tu boca que murmuraba a mi oído eso que el calor de tu cuerpo ya me había revelado en frías noches invernales, el amor ilimitado que se cobija entre tu pecho y el mío.
Afuera el bullicio urbano es como una tormenta caótica, de gritos, de improperios, de gente que exhala su ultimo aliento lleno de odio y de rencor, por un instante temo que esa tempestad se cuele en esté, nuestro santuario, que te aparte de mi, mi pequeña Afrodita, este mundo que se precipita hacia el desastre. Me refugio en los recuerdos para que me pese menos esta carencia, viajo a esa tarde dorada de mayo en que tu mirada anclo en mis ojos, y tu sonrisa correspondió a la mia, en que nos seducimos mutuamente y mediante un saludo casual nos prometimos desnudarnos otro dia, y dibujar en el lienzo de nuestro cuerpos eso que anidaba en nuestras entrañas a primera vista, la amalgama perfecta entre lujuria y pasión.
